Portada La decisión de Alexei Stepánovich

La decisión de Alexei Stepánovich (1)

Hacía media hora que los generales que me eran fieles habían recibido mi orden de arrestar al jefe del Estado Mayor. Ahora permanecía sentado en mi despacho, a la espera del resultado: había empujado la primera ficha del dominó, nadie podía detener el plan. No sabía si concluiría con un éxito, pero necesitaba llegar hasta el fin. Todo lo he hecho por él; todavía no podía pronunciar su nombre, ni siquiera en mi mente.

—¡Señor ministro! ¡Señor ministro!

Las puertas se abrieron con tal violencia que dejaron una marca en los paneles de madera de la pared, pero mi ayudante personal ni se dio cuenta. Gesticulaba con las manos, igual que las aspas de un molino; unos churretes de sudor le malograban el perfecto peinado hacia atrás. Se paró en seco y puso las manos en el pecho mientras sus pulmones luchaban por conseguir oxígeno.

Sentado tras mi escritorio, no pude evitar fruncir el ceño mientras dejaba de repasar el informe de gastos en armamento, que me servía para relajarme. No pasé por alto la mirada de preocupación de mi ayudante al ver mis ojeras y las prematuras hebras grises de mi bigote.

—¡Señor ministro, ya vienen! La comunicación se cortó cuando me estaban informando que venían hacia aquí. No sé si han cumplido con la misión o si… —Hizo un gesto con el dedo, de izquierda a derecha sobre el cuello—. Las calles se han convertido en un pandemonio con tantos disparos y gritos. Según me informaron, han muerto varios soldados.

La reprimenda que estaba a punto de soltar murió en mis labios. Dejé caer el bolígrafo sobre el escritorio. Cerré los ojos, junté las manos en un triángulo y sentí que me temblaban los labios. Intenté disimularlo apretando la boca. Era demasiado pronto, no estaba preparado.

—Déjame solo, por favor, necesito reflexionar.

—Pero, señor…

—Ya sé que el tiempo es nuestro enemigo: solo diez minutos hasta que lleguen.

—Por supuesto, señor ministro —dijo mi ayudante antes de girarse para salir.

—Ah, por cierto, siempre me has sido leal, puedes irte, si así lo deseas. No hace falta que te quedes si no quieres verte involucrado.

—Permaneceré con usted aunque para ello deba ir hasta las puertas del infierno. Usted es Alexei Stepánovich: el líder que necesita nuestra nación.

Giré la silla, igual que otras veces cuando necesito reflexionar, y contemplé el patio del ministerio de Defensa Nacional a través del ventanal. El jardín no tenía una hoja fuera de sitio, reflejo de la dedicación de los soldados que lo cuidaban. A pesar de los grandes copos de nieve que caían y me invitaban a la tranquilidad, sentí espasmos al imaginar la violencia de afuera y las muertes de las que podía ser responsable. Negué con la cabeza y me mordí los labios. Volví a girar la silla y me invadió la sensación de que paredes forradas de roble me oprimían, a pesar de la amplitud del despacho. Apreté el botón del mando a distancia de la televisión y esperé unos segundos hasta que la pantalla cobró vida.

… en Etostrana está sucediendo algo inconcebible en 2020. Recordamos a los espectadores que el pequeño país situado en el este de Europa…

Dejé de prestar atención al presentador del canal internacional y bajé el volumen. Los años que pasé en el servicio militar voluntario se ponían al mando cuando me encontraba estresado. Lo primero, como bien sabía, era analizar la situación para encontrar la mejor solución. ¿Existía una respuesta acertada frente a un golpe de Estado? Ahora tampoco servía de mucho lo aprendido en la facultad. ¿Cómo manejaría estas circunstancias? Ya me gustaría a mí ver a Gauss, Euler o Arquímedes bajar de sus atriles de maestro para hacer frente a esta situación. Mi nación se encontraba frente a una encrucijada como no se había visto desde la caída del telón de acero. Hasta había rezado todos los días, pero Dios no me había manifestado su voluntad.

Un batallón de inquietudes rondaba mi mente tras haber maquinado este golpe de Estado, pero ahora que había empezado, no me sentía preparado. Yo no era el único que estaba implicado en el plan, obviamente, pero fui el engranaje central.

Todo empezó tres meses atrás, el tres de diciembre, cuando me comunicaron que mi hijo, teniente del ejército, había muerto en una misión. Aquel día no se me borrará de la memoria: las risas mal disimuladas de mis enemigos políticos, las lágrimas de mi mujer o la mirada perdida de mi hija. Esa noche, un frío llanto fue mi única compañía en el salón. Pataleé, arañé, grité. Los minutos se dilataron con la recreación constante, una y otra vez, de la caída de mi hijo alcanzado por una bala.

¿Cómo podía haber pasado semejante tragedia? En un momento de lucidez, empecé a vislumbrar el origen de la muerte de mi hijo: las políticas de apertura del Primer Ministro hacia Europa. Si ese malnacido no hubiera aprobado la misión conjunta con la OTAN… Ni siquiera me lo consultó. Casualidades de la vida, a mi hijo le tocó prestar servicio y no lo pude impedir, mis enemigos me hubieran acusado de trato de favor.

Me encerré en mi casa durante un día. Me aislé de todos, incluida mi mujer. No solo había muerto mi hijo, sino también otros diez compatriotas. El jefe del Gobierno, y de mi partido, me envió un correo electrónico para ofrecerme un escueto pésame que podría haber sido redactado por cualquier becario. Tampoco se lucieron los nuevos socios europeos: no vino ningún general, político ni diplomático. La guerra se reducía a simples cifras.

Me pregunté si tenía sentido seguir adelante. Cogí el abrecartas con dedos inseguros y lo puse sobre mis muñecas. Cuando la primera gota de sangre brotó, una revelación me detuvo. La culpa había sido única y exclusivamente del primer ministro. Cuanto más buceaba en la profundidad de los hechos, más claro veía que mi compañero de partido me había traicionado. Pues, si quería guerra, yo le daría el infierno sobre la Tierra: iniciaría un golpe de Estado. No sabía cómo gestarlo, pero lo juré por el alma de mi hijo.

La situación era idónea, la crisis interna del país era muy grave. Las políticas de los anteriores gobiernos habían creado una masa de parados ingobernable. La economía se encontraba estancada. Lo único que necesitaba la crisis para explotar era una mecha. Con este rescoldo de esperanza, salí de mi aislamiento preparado para afrontar la justicia póstuma para mi hijo.

Mi vuelta al ministerio supuso una actividad tal que muchos empleados se sorprendieron. Primero lancé indirectas a mi círculo más cercano. Tras un recibimiento positivo, me atreví a consultar a los militares que conformaban el verdadero núcleo de poder, sin el cual el golpe de Estado no encontraría cauce. Las primeras acciones se concretaron en forma de numerosas manifestaciones «espontáneas» de los familiares de los militares fallecidos, a las que pronto se unieron todos los defraudados por el sistema.

Miré el reloj, solo habían transcurrido cinco minutos. No sabía si vendrían mis generales o los subordinados del jefe del Estado Mayor. El muy necio no había querido unirse a mi plan, por lo que debía apartarlo para asumir el control efectivo del ejército hasta que decidiera su destino. Era necesario eliminarlo de la ecuación para que el golpe de Estado tuviera opciones de éxito, aunque eso no lo garantizaba.

Volví atrás recordando cómo crecía mi plan y se incrementaban las oportunidades para iniciar el golpe de Estado. Los etostranos queríamos vivir en paz, sin meternos en líos ajenos, pero la riada europea inundó todo a su paso tras yo romper los diques. Ya había prevenido que las tensiones internas desembocarían en este día. No perdí el tiempo e influí en los generales soltando una frase por aquí y unas palabras por allá. Como antigua república soviética, Etostrana todavía contaba con un ejército poderoso que muchos políticos no querían ver. Entre los soldados había un malestar que me fue útil para ganar enteros para que las tropas apoyaran el golpe.

A falta de tres minutos, no me terminaba de creer los acontecimientos, a pesar de ser yo el desencadenante. Me acordé del caos en que se había transformado mi país. Pensé en las muertes de las cuales yo sería responsable, pero se me pasó igual de rápido cuando me acordé de mi hijo. Si yo tenía que ir a los infiernos por él, que así sea. Pagaría con gusto el precio de que Etostrana ardiera hasta los cimientos. ¿Acaso no se atribuía a Stalin la frase de que la muerte de un hombre era una tragedia; la muerte de millones una estadística? El mal generaba destrucción y el jefe del Gobierno sería testigo en primera fila por ser el causante de la muerte de mi hijo.

Cuando escuché, a través de de las puertas entornadas, el tono sosegado con que mi ayudante daba la bienvenida a los militares, no sonreí. Las sonrisas se me habían acabado.

El golpe había triunfado, tal y como lo había planeado, pero yo seguía sintiéndome muerto en vida.

La segunda parte del relato la puedes leer aquí.

El relato fue publicado en la revista Moonmagazine.

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